Era
la cuarta vez que se veían. Suena a tópico, pero sentía que se conocían de toda
la vida. La complicidad era más que notable, y cuando sus cuerpos se
encontraban, sus pieles se reconocían al instante, como si hubieran estado unidas
toda su existencia. Diana esperaba el VAV (Vehículo de Alta Velocidad)
en la parada más lejana a su núcleo de viviendas, y había cambiado el mono
habitual de sanitaria, blanco impoluto, por el negro del día a día, para pasar
desapercibida entre la multitud. No quería levantar sospechas. Al subir en el
vehículo flotante, se sentó en el asiento más aislado y de nuevo se sumergió en
los pensamientos que le evocaba el supuesto recuerdo de otras vidas, de un
pasado en otro cuerpo en el que no se encontraba sometida y felizmente
presa, sino libre, entrelazando sus dedos con los que, con toda probabilidad,
era también otro cuerpo que ocupaba Adriel.
Cuarenta y ocho minutos separaban su
casa de la de él, y era tiempo más que suficiente para desesperarse, por lo que
aprovechaba para analizar su entorno. Los carteles electrónicos anunciaban que solo
quedaban unos días para que llegara el ansiado 2100, y eso se reflejaba en cierto
cambio en los ciudadanos. Lo cierto es que la Tierra se había convertido en un
buen lugar para vivir: se había logrado frenar el cambio climático con duras
políticas de ahorro y reutilización, así como la destrucción de todos los
medios de transporte conocidos hasta el momento; y las guerras habían llegado a
su fin, después de haber atravesado periodos de violencia sin igual en toda la
historia. Solo tal violencia desmedida, que casi acaba con la totalidad de la
población mundial, logró cambiarlo todo. En los últimos cincuenta años no se había
detectado un solo crimen… oficialmente, claro. De cara a la Guardia Robótica
Internacional, la paz y el orden se mantenían, pero siempre habían existido
rumores de que, en las profundidades de la ciudad, los comportamientos más
rastreros del ser humano seguían estando vigentes.
En estos pensamientos transcurrieron
cuarenta y seis minutos, por lo que Diana se preparó para el aterrizaje ligero
del VAV. Encapuchada y nerviosa, entró en el edificio y subió hasta la sexta
planta, donde él aguardaba con la puerta ya abierta. Era una especie de ritual
animal en el que, nada más cruzar el umbral, Diana y Adriel se desnudaban y
besaban cada centímetro de piel, sin intercambiar palabra alguna. Totalmente
desnudos hacían el amor, con todas las luces apagadas y en completo silencio,
para no llamar la atención. Cada movimiento, cada beso, cada embestida… todo
parecía conocido, y viajaba a través del tiempo entre sus brazos. Esta
clandestinidad parecía excitarles más, y solo cuando ya habían culminado el
salvaje ritual, se hablaban por fin. Un rato después, resignados, se ponían los
monos negros y volvían a la perfección premeditada donde actuaban cada día.
Cuando Diana llegó de nuevo a su
edificio, ya se encontraba allí Eduardo, su marido. Aturdida, intentó disimular
y entró directamente en la ducha, que se activó automáticamente al reconocer su
piel. Al salir, encontró a Eduardo tumbado en la cama, aguardando. Sonrió y se
colocó al lado de él, consciente de lo que estaba esperando. Le besó dulcemente
en los labios, y bajó lentamente por todo su cuerpo. Sin embargo, algo le resultaba
distinto… o más bien, todo lo contrario: conocido. Eduardo comenzó a realizar
exactamente el mismo recorrido que había efectuado Adriel una hora antes. Besó
las mismas zonas, jugaron el mismo juego e incluso realizaron los mismos
movimientos. Al terminar, se tumbaron el uno al lado del otro, y Eduardo sacó los
mismos temas que había estado discutiendo un poco antes. En este instante, sonó
el timbre. «Algo no va bien», pensó Diana. Cuando abrió la puerta, apareció
frente a ella Adriel, impasible. Totalmente aterrada y sin entender nada, se
giró hacia Eduardo, que sonreía en la puerta de la habitación, aún desnudo.
— ¿Sorprendida?
Siéntate, creo que Adriel tiene algo que decirte.
Incapaz
de controlar el temblor de su cuerpo se sentó, esperando que todo fuera una
pesadilla. Adriel se colocó frente a ella, y con una voz totalmente diferente a
la que conocía, le dijo que sentía mucho no ser quien creía que era. Se tumbó
en la alfombra y esperó que llegara Eduardo. Este, ante su espanto total y en
medio de gritos desgarradores, lo abrió en canal. Pero lo que terminaría de
aterrorizar a Diana no sería eso, sino encontrar que, donde debía estar todo
lleno de sangre, arterias y vísceras, solo había un complejo circuito
electrónico. Diana sabía de la existencia de robots para ciertos servicios
sociales, pero nunca habría imaginado que se podían adquirir de manera particular.
— ¿Pensabas
que no me daba cuenta de lo que hacías, Diana? ¿Creías que ibas a poder engañarme
toda la vida? Tu querido Adriel, el amor de tu vida, no es más que un juguete,
un robot que he programado y controlado para saber si serías capaz de engañarme
con otro… Pensé que eras digna de esta sociedad, pero me has decepcionado.
Empapada
en llanto y sudor, Diana vio aproximarse a Eduardo, aún con el puñal con el que
había destrozado a Adriel. «No puede hacerlo, lo matarán si comete algún crimen…»,
pensó. Pero Eduardo no podía consentir que alguien se saltara las normas de la
sociedad con tanto descaro, refugiándose en un supuesto amor: debía acabar con la
vida de Diana, aunque le costara la suya propia. Solo así podía seguir manteniéndose
el orden mundial. Con decisión, clavó el arma en el cuello de su amada esposa.
Solo unos minutos después, y con toda la alfombra empapada de sangre, apareció
la Guardia Robótica, para acabar de un tiro con la vida de Eduardo. En silencio,
limpiaron la casa y se llevaron los cadáveres. La violencia de género no había
desaparecido, pero el 2100 seguiría siendo un año seguro para la sociedad.