domingo, 27 de noviembre de 2022

La paz mundial

Era la cuarta vez que se veían. Suena a tópico, pero sentía que se conocían de toda la vida. La complicidad era más que notable, y cuando sus cuerpos se encontraban, sus pieles se reconocían al instante, como si hubieran estado unidas toda su existencia. Diana esperaba el VAV (Vehículo de Alta Velocidad) en la parada más lejana a su núcleo de viviendas, y había cambiado el mono habitual de sanitaria, blanco impoluto, por el negro del día a día, para pasar desapercibida entre la multitud. No quería levantar sospechas. Al subir en el vehículo flotante, se sentó en el asiento más aislado y de nuevo se sumergió en los pensamientos que le evocaba el supuesto recuerdo de otras vidas, de un pasado en otro cuerpo en el que no se encontraba sometida y felizmente presa, sino libre, entrelazando sus dedos con los que, con toda probabilidad, era también otro cuerpo que ocupaba Adriel.

            Cuarenta y ocho minutos separaban su casa de la de él, y era tiempo más que suficiente para desesperarse, por lo que aprovechaba para analizar su entorno. Los carteles electrónicos anunciaban que solo quedaban unos días para que llegara el ansiado 2100, y eso se reflejaba en cierto cambio en los ciudadanos. Lo cierto es que la Tierra se había convertido en un buen lugar para vivir: se había logrado frenar el cambio climático con duras políticas de ahorro y reutilización, así como la destrucción de todos los medios de transporte conocidos hasta el momento; y las guerras habían llegado a su fin, después de haber atravesado periodos de violencia sin igual en toda la historia. Solo tal violencia desmedida, que casi acaba con la totalidad de la población mundial, logró cambiarlo todo. En los últimos cincuenta años no se había detectado un solo crimen… oficialmente, claro. De cara a la Guardia Robótica Internacional, la paz y el orden se mantenían, pero siempre habían existido rumores de que, en las profundidades de la ciudad, los comportamientos más rastreros del ser humano seguían estando vigentes.

            En estos pensamientos transcurrieron cuarenta y seis minutos, por lo que Diana se preparó para el aterrizaje ligero del VAV. Encapuchada y nerviosa, entró en el edificio y subió hasta la sexta planta, donde él aguardaba con la puerta ya abierta. Era una especie de ritual animal en el que, nada más cruzar el umbral, Diana y Adriel se desnudaban y besaban cada centímetro de piel, sin intercambiar palabra alguna. Totalmente desnudos hacían el amor, con todas las luces apagadas y en completo silencio, para no llamar la atención. Cada movimiento, cada beso, cada embestida… todo parecía conocido, y viajaba a través del tiempo entre sus brazos. Esta clandestinidad parecía excitarles más, y solo cuando ya habían culminado el salvaje ritual, se hablaban por fin. Un rato después, resignados, se ponían los monos negros y volvían a la perfección premeditada donde actuaban cada día.

            Cuando Diana llegó de nuevo a su edificio, ya se encontraba allí Eduardo, su marido. Aturdida, intentó disimular y entró directamente en la ducha, que se activó automáticamente al reconocer su piel. Al salir, encontró a Eduardo tumbado en la cama, aguardando. Sonrió y se colocó al lado de él, consciente de lo que estaba esperando. Le besó dulcemente en los labios, y bajó lentamente por todo su cuerpo. Sin embargo, algo le resultaba distinto… o más bien, todo lo contrario: conocido. Eduardo comenzó a realizar exactamente el mismo recorrido que había efectuado Adriel una hora antes. Besó las mismas zonas, jugaron el mismo juego e incluso realizaron los mismos movimientos. Al terminar, se tumbaron el uno al lado del otro, y Eduardo sacó los mismos temas que había estado discutiendo un poco antes. En este instante, sonó el timbre. «Algo no va bien», pensó Diana. Cuando abrió la puerta, apareció frente a ella Adriel, impasible. Totalmente aterrada y sin entender nada, se giró hacia Eduardo, que sonreía en la puerta de la habitación, aún desnudo.

    ¿Sorprendida? Siéntate, creo que Adriel tiene algo que decirte.

Incapaz de controlar el temblor de su cuerpo se sentó, esperando que todo fuera una pesadilla. Adriel se colocó frente a ella, y con una voz totalmente diferente a la que conocía, le dijo que sentía mucho no ser quien creía que era. Se tumbó en la alfombra y esperó que llegara Eduardo. Este, ante su espanto total y en medio de gritos desgarradores, lo abrió en canal. Pero lo que terminaría de aterrorizar a Diana no sería eso, sino encontrar que, donde debía estar todo lleno de sangre, arterias y vísceras, solo había un complejo circuito electrónico. Diana sabía de la existencia de robots para ciertos servicios sociales, pero nunca habría imaginado que se podían adquirir de manera particular.

    ¿Pensabas que no me daba cuenta de lo que hacías, Diana? ¿Creías que ibas a poder engañarme toda la vida? Tu querido Adriel, el amor de tu vida, no es más que un juguete, un robot que he programado y controlado para saber si serías capaz de engañarme con otro… Pensé que eras digna de esta sociedad, pero me has decepcionado.

Empapada en llanto y sudor, Diana vio aproximarse a Eduardo, aún con el puñal con el que había destrozado a Adriel. «No puede hacerlo, lo matarán si comete algún crimen…», pensó. Pero Eduardo no podía consentir que alguien se saltara las normas de la sociedad con tanto descaro, refugiándose en un supuesto amor: debía acabar con la vida de Diana, aunque le costara la suya propia. Solo así podía seguir manteniéndose el orden mundial. Con decisión, clavó el arma en el cuello de su amada esposa. Solo unos minutos después, y con toda la alfombra empapada de sangre, apareció la Guardia Robótica, para acabar de un tiro con la vida de Eduardo. En silencio, limpiaron la casa y se llevaron los cadáveres. La violencia de género no había desaparecido, pero el 2100 seguiría siendo un año seguro para la sociedad.

sábado, 17 de octubre de 2020

Sueños

 

                Todos estaban de acuerdo en que Patricia no tenía que haber salido de casa esa mañana. Muchos decían que lo veían venir, que nada bueno podía salir de aquella situación, pero yo siempre pensaré lo contrario: a pesar de la desgracia, era lo mejor que le había pasado al pueblo.

                El primer día había sido un revuelo tremendo entre los pescadores que estaban faenando. Habían visto llegar aquellas cuatro maderas que hacían la función de barco con los “negritos” a bordo. En un principio no dudaron en ayudar, al fin y al cabo, Canarias siempre se había caracterizado por eso, por presumir de su gente amable y comprensiva. Sin embargo, la reciente crisis sanitaria hacía que hasta el más bondadoso terminara presa del pánico. ¿No era eso lo que decían tanto en los medios? “¡Si no podemos ni acercarnos entre nosotros!”. A pesar de las evidentes súplicas de ayuda, se miraban unos a otros apenados, temerosos de contraer alguna enfermedad, por lo que la mejor solución fue que los recataran las autoridades pertinentes. Durante la primera semana no se habló de otra cosa ni en el pueblo ni en los medios: “La valentía de los pescadores y de los sanitarios…” ¿La valentía de los pescadores? Y yo que pensaba que los valientes eran aquellos pobres desgraciados que venían de una tierra ingrata.

                Pasados unos meses, lo que había sido una gran anécdota y motivo de orgullo, se había convertido en odio. Una treintena de pateras había seguido a aquella primera, cada una con cientos de personas a bordo. Patricia, que vivía en la casa más próxima a la orilla del puerto, no cesaba de escuchar los insultos y el malestar de sus vecinos. Se había criado en aquellas calles con olor a salitre y pescado frito, y el mar era su vía de escape desde que tenía uso de razón. Ella solía ser la primera que avistaba las pateras. No se lo decía a nadie, pero salía corriendo y se echaba a nadar, siguiéndoles siempre a una distancia prudencial. Era una aventurera, y los aventureros no entienden de racismo, de fronteras o de “personas que vienen a quitarnos el trabajo”. Ella solo se unía al océano y analizaba entre todas las miradas desesperadas de los que llegaban, en busca de un amigo. Al principio, todos los costeños se alegraban de que tocaran tierra sanos y salvos, pero en los últimos días habían llegado a tirarles piedras. Patricia, desde su salado escondite, lloraba en silencio, confundida.

                Aquella mañana el mar estaba especialmente revuelto, y venían muchos más de lo habitual. La policía amurallaba toda la costa vestida con unos trajes blancos, como de astronauta, preparada para llevarse a los que estuvieran en mejores condiciones. Patricia, como de costumbre, rodeaba la patera. Aquel día, en medio del caos, encontró su mirada con la de una de las muchachas que allí estaban. La pobre chica gritaba y lloraba desesperada, pero al mirar a Patricia, quizás por la cercanía de edad o por las ganas de vivir que ambas compartían, se sonrieron. ¡Por fin, una amiga! La emoción de su nueva amistad fue tal que no se había percatado de lo lejos que se encontraba. Era una nadadora nata, pero cuando el Atlántico se enfurece no hay quien pueda controlarlo. Comenzó a luchar demasiado, gastando las fuerzas que le quedaban y empezando a desesperarse. Los que venían a bordo de aquella embarcación que se caía a pedazos, se dieron cuenta de lo que estaba pasando, y a pesar de la deshidratación y la debilidad, se lanzaron al mar sin dudarlo junto con la nueva amiga de Patricia para intentar salvarla. Cuando los sanitarios y policías que los esperaban en la costa se percataron de que había una blanca entre ellos, se unieron enloquecidos a la búsqueda.

                Transcurrió lo que pareció una eternidad hasta que salieron. El pueblo entero se había amontonado y gritaba sin entender qué pasaba. Cuando todos estuvieron fuera, el silencio fue desolador. En medio del centenar de personas desnutridas y aterrorizadas, se encontraban dos cuerpos tirados en la arena, inertes. Al silencio y las miradas de horror se sumaron de repente dos gritos aún más desgarradores, los de dos madres de distinto color y mismo dolor. En su breve aventura, las dos jóvenes demostraron que la muerte, el amor y la amistad nunca han entendido de fronteras. 

                    Muchos dicen que Patricia nunca debió salir de casa. Pero yo, sentada frente al mismo mar, creo que ella y Fátima allí tumbadas, como dormidas la una al lado de la otra, dieron una lección de vida a un pueblo ignorante.




Teide

 

            “Ya no queda nadie en el pueblo”, piensa mientras pone el potaje al fuego. En el fondo ella había sido afortunada, en el campo al menos tenían los cultivos para sobrevivir, pero en la capital el hambre de la posguerra había espantado a la mayoría, o los había matado. Se sienta en el escalón de la puerta, bajo la atenta mirada del Teide, y recuerda esos tiempos.

            Se ve a sí misma con el vestido de flores que se había cosido para las fiestas del pueblo, aquellas que nunca llegaría a disfrutar. Se hace la larga trenza negra y se pellizca las mejillas para esconder la palidez de una anemia incontrolable. Frente al espejo no parece tan raquítica y por un pequeño instante se siente bonita. Desciende en medio del calor por los barrancos que la han visto nacer y al bajar la vista hacia el sur se le hace un nudo en la garganta ante la presencia del inmenso mar. Ya bajo la sombra del árbol de siempre, espera paciente a que él llegue.

-          ¡Qué guapa estás hoy, Elenita!

            Hablan toda la tarde, con palabras y con miradas, y se sienten los más afortunados del mundo por compartir algo tan puro y tan grande. Pero cuando el sol empieza a esconderse tras la montaña, un halo de nostalgia se apodera de ambos.

-          ¿Me mandarás a buscar cuando estés en Venezuela, Pedro?

-         Claro que lo haré, mi vida. Si te quedas aquí te morirás de hambre, todos saben que la sequía va a arruinar los cultivos. Cuando tenga un trabajo estable te mandaré a buscar y nos casaremos allá.

            Se dan un beso largo, con el sabor agridulce de la despedida y con la incertidumbre de un futuro en un país extraño, lejos de todo cuanto conocen. Y como para querer ahuyentar esos pensamientos se quedan muy quietos, abrazados.

            El olor a quemado la espabila del golpe. Las piernas viejas y varicosas apenas la pueden arrastrar hasta el caldero y aplaca como puede el desastre de lo que se suponía que sería su almuerzo. Se mira en el espejo de siempre y ya no se siente bonita, sino cansada. Se acerca a la ventana y mira el vasto Atlántico mientras le corren lágrimas entre las arrugas de la cara. “Dónde estás, Pedro. Aquí ya no queda nadie”.




sábado, 11 de mayo de 2019

La primera noche


            La primera vez que trabajé de noche pensé que no sobreviviría. Recuerdo que dormí toda la tarde convencida de que así permanecería alerta muchas horas. Nada más lejos de la realidad. Qué razón tenía mi bisabuelo cuando decía “cuantas más horas duermes, más sueño tienes”.

            Hice lo más importante las primeras horas: repartir la medicación de la cena, asegurarme de que todos los pacientes estaban acostados, revisar el tratamiento del desayuno (no negaré que algunas pastillas ya se entremezclaban en mi cerebro) y cerrar la puerta principal. Para mi sorpresa y decepción, las dos auxiliares que esperaba fueran mis cómplices esa noche se fueron a la segunda planta sin avisarme, a comer pizza y a dormir por turnos. De modo que ahí estaba yo, a las cuatro de la mañana media zombie frente al ordenador, intentando escribir las novedades. Para el que nunca ha pernoctado de manera “obligatoria” será exagerado, pero no lo es en absoluto. Les pongo en situación:

            Una enfermera recién titulada, veinte añitos de idiotez, cuatro de la mañana, una residencia de ancianos de tres plantas. La planta baja, en la que yo me encuentro, totalmente oscura y vacía, repleta de puertas cerradas de las que no tengo la menor idea de a donde llevan. Intento mantener los ojos abiertos frente al ordenador, pero cuando me doy cuenta los tengo cerrados inevitablemente. “Vale, voy a apoyar la cabeza en la mesa, solo cinco minutitos”. No pasan ni dos y ya estoy despierta alterada, creyendo que se ha hecho de día y tengo a la querida directora del centro frente a mí. “Bueno, un paseo seguro que me ayuda”. Me calzo los zuecos y me abrocho la rebequita hasta arriba, iniciando una excursión aterradora por pasillos oscuros y habitaciones siniestras. El comedor fantasmal, con la cubertería preparada para el día siguiente, la sala de rehabilitación con máquinas que chirrían sabe Dios por qué. A pesar de mi madurez y razonamiento lógico, es curioso cómo la imaginación es tan puñetera. Ya podría desbocarse cuando me siento frente al papel y no justo en este momento. Lo cierto es que avanzo por la lúgubre residencia con la certeza casi absoluta de que aparecerá en mitad del pasillo algún anciano terrorífico, desorientado y arrancado de la realidad. Que sí, que suena exagerado y hasta ofensivo, pero es que los viejitos adorables pueden parecer siniestros según el momento y según las perlas que sueltan por la boca. El que haya trabajado en una residencia me entenderá de sobra.

            Vuelvo a mi despacho casi corriendo para terminar lo comenzado. Bueno vale, y por si algún fantasma (o casi, que alguno que otro ya está por pasar al otro lado) me acecha. Creo estar tranquila cuando empieza la música. La melodía del trasnochador. Si alguna vez te has visto obligado a estar despierto muchas horas sabes de lo que te hablo. Una melodía nítida y continua que no puedes dejar de escuchar, incluso cuando crees que ha parado. “¿Quién demonios se ha despertado y ha puesto la radio?”. Me asomo a las habitaciones enfadada, con la seguridad de que pronto se despertarán todos por semejante ruido. Silencio absoluto. Escalofríos. Vuelvo a mi ordenador. De nuevo el estribillo odioso...es imposible que sea la única que lo escucha. “Mierda, me estoy volviendo loca”. Al final, el cansancio de la mente es tan poderoso que decido darme por vencida y apoyar la cabeza en mis manos, tarareando la canción. Me abandono al sopor y siento paz...hasta que aparece. Casi me mata de un infarto, pero la auxiliar que se supone sería mi aliada de sonambulismo se ha dignado a venir hasta el despacho para decirme de malas formas que comience ya con las glucemias. Para mi sorpresa, veo por la ventana las primeras luces del alba. La música ha cesado, “después de todo, conservo algo de cordura”.

            He sobrevivido a la primera de muchas noches de guardia como enfermera.






lunes, 8 de abril de 2019

Este blog nace para dar voz a muchos enfermeros y personal sanitario en general que no siempre tiene los medios o la capacidad de expresar lo que nos pasa por la cabeza en nuestro día a día en un hospital. Es un intento de hacernos entender (siempre con un toque de humor) frente al mundo, que a veces piensa que somos invencibles, casi superhéroes. Pero lo cierto es que la mayoría nos escondemos en un baño con la cabeza entre las manos varios minutos al día para reponer fuerzas y evitar que se nos noten las lágrimas en más de una ocasión.
Este blog son esos pensamientos en el baño, en el pasillo, en la puerta del hospital. Es un desahogo para hacer un poco más llevadera la realidad. Espero que lo disfruten.