Todos estaban de acuerdo en que
Patricia no tenía que haber salido de casa esa mañana. Muchos decían que lo
veían venir, que nada bueno podía salir de aquella situación, pero yo siempre
pensaré lo contrario: a pesar de la desgracia, era lo mejor que le había pasado
al pueblo.
El
primer día había sido un revuelo tremendo entre los pescadores que estaban
faenando. Habían visto llegar aquellas cuatro maderas que hacían la función de
barco con los “negritos” a bordo. En un principio no dudaron en ayudar, al fin
y al cabo, Canarias siempre se había caracterizado por eso, por presumir de su
gente amable y comprensiva. Sin embargo, la reciente crisis sanitaria hacía que
hasta el más bondadoso terminara presa del pánico. ¿No era eso lo que decían
tanto en los medios? “¡Si no podemos ni acercarnos entre nosotros!”. A pesar de
las evidentes súplicas de ayuda, se miraban unos a otros apenados, temerosos de
contraer alguna enfermedad, por lo que la mejor solución fue que los recataran
las autoridades pertinentes. Durante la primera semana no se habló de otra cosa
ni en el pueblo ni en los medios: “La valentía de los pescadores y de los
sanitarios…” ¿La valentía de los pescadores? Y yo que pensaba que los valientes
eran aquellos pobres desgraciados que venían de una tierra ingrata.
Pasados
unos meses, lo que había sido una gran anécdota y motivo de orgullo, se había
convertido en odio. Una treintena de pateras había seguido a aquella primera, cada
una con cientos de personas a bordo. Patricia, que vivía en la casa más próxima
a la orilla del puerto, no cesaba de escuchar los insultos y el malestar de sus
vecinos. Se había criado en aquellas calles con olor a salitre y pescado frito,
y el mar era su vía de escape desde que tenía uso de razón. Ella solía
ser la primera que avistaba las pateras. No se lo decía a nadie, pero salía
corriendo y se echaba a nadar, siguiéndoles siempre a una distancia prudencial.
Era una aventurera, y los aventureros no entienden de racismo, de fronteras o
de “personas que vienen a quitarnos el trabajo”. Ella solo se unía al océano y
analizaba entre todas las miradas desesperadas de los que llegaban, en busca de
un amigo. Al principio, todos los costeños se alegraban de que tocaran tierra
sanos y salvos, pero en los últimos días habían llegado a tirarles piedras. Patricia,
desde su salado escondite, lloraba en silencio, confundida.
Aquella
mañana el mar estaba especialmente revuelto, y venían muchos más de lo
habitual. La policía amurallaba toda la costa vestida con unos trajes blancos,
como de astronauta, preparada para llevarse a los que estuvieran en mejores
condiciones. Patricia, como de costumbre, rodeaba la patera. Aquel día, en
medio del caos, encontró su mirada con la de una de las muchachas que allí
estaban. La pobre chica gritaba y lloraba desesperada, pero al mirar a
Patricia, quizás por la cercanía de edad o por las ganas de vivir que ambas
compartían, se sonrieron. ¡Por fin, una amiga! La emoción de su nueva amistad
fue tal que no se había percatado de lo lejos que se encontraba. Era una
nadadora nata, pero cuando el Atlántico se enfurece no hay quien pueda
controlarlo. Comenzó a luchar demasiado, gastando las fuerzas que le quedaban y
empezando a desesperarse. Los que venían a bordo de aquella embarcación que se
caía a pedazos, se dieron cuenta de lo que estaba pasando, y a pesar de la
deshidratación y la debilidad, se lanzaron al mar sin dudarlo junto con la
nueva amiga de Patricia para intentar salvarla. Cuando los sanitarios y
policías que los esperaban en la costa se percataron de que había una blanca
entre ellos, se unieron enloquecidos a la búsqueda.
Transcurrió lo que pareció una eternidad hasta que salieron. El pueblo entero se había amontonado y gritaba sin entender qué pasaba. Cuando todos estuvieron fuera, el silencio fue desolador. En medio del centenar de personas desnutridas y aterrorizadas, se encontraban dos cuerpos tirados en la arena, inertes. Al silencio y las miradas de horror se sumaron de repente dos gritos aún más desgarradores, los de dos madres de distinto color y mismo dolor. En su breve aventura, las dos jóvenes demostraron que la muerte, el amor y la amistad nunca han entendido de fronteras.
Muchos dicen que Patricia nunca debió salir de casa.
Pero yo, sentada frente al mismo mar, creo que ella y Fátima allí tumbadas,
como dormidas la una al lado de la otra, dieron una lección de vida a un pueblo
ignorante.
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