sábado, 17 de octubre de 2020

Teide

 

            “Ya no queda nadie en el pueblo”, piensa mientras pone el potaje al fuego. En el fondo ella había sido afortunada, en el campo al menos tenían los cultivos para sobrevivir, pero en la capital el hambre de la posguerra había espantado a la mayoría, o los había matado. Se sienta en el escalón de la puerta, bajo la atenta mirada del Teide, y recuerda esos tiempos.

            Se ve a sí misma con el vestido de flores que se había cosido para las fiestas del pueblo, aquellas que nunca llegaría a disfrutar. Se hace la larga trenza negra y se pellizca las mejillas para esconder la palidez de una anemia incontrolable. Frente al espejo no parece tan raquítica y por un pequeño instante se siente bonita. Desciende en medio del calor por los barrancos que la han visto nacer y al bajar la vista hacia el sur se le hace un nudo en la garganta ante la presencia del inmenso mar. Ya bajo la sombra del árbol de siempre, espera paciente a que él llegue.

-          ¡Qué guapa estás hoy, Elenita!

            Hablan toda la tarde, con palabras y con miradas, y se sienten los más afortunados del mundo por compartir algo tan puro y tan grande. Pero cuando el sol empieza a esconderse tras la montaña, un halo de nostalgia se apodera de ambos.

-          ¿Me mandarás a buscar cuando estés en Venezuela, Pedro?

-         Claro que lo haré, mi vida. Si te quedas aquí te morirás de hambre, todos saben que la sequía va a arruinar los cultivos. Cuando tenga un trabajo estable te mandaré a buscar y nos casaremos allá.

            Se dan un beso largo, con el sabor agridulce de la despedida y con la incertidumbre de un futuro en un país extraño, lejos de todo cuanto conocen. Y como para querer ahuyentar esos pensamientos se quedan muy quietos, abrazados.

            El olor a quemado la espabila del golpe. Las piernas viejas y varicosas apenas la pueden arrastrar hasta el caldero y aplaca como puede el desastre de lo que se suponía que sería su almuerzo. Se mira en el espejo de siempre y ya no se siente bonita, sino cansada. Se acerca a la ventana y mira el vasto Atlántico mientras le corren lágrimas entre las arrugas de la cara. “Dónde estás, Pedro. Aquí ya no queda nadie”.




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