La primera vez que trabajé
de noche pensé que no sobreviviría. Recuerdo que dormí toda la tarde convencida
de que así permanecería alerta muchas horas. Nada más lejos de la realidad. Qué
razón tenía mi bisabuelo cuando decía “cuantas más horas duermes, más sueño tienes”.
Hice
lo más importante las primeras horas: repartir la medicación de la cena,
asegurarme de que todos los pacientes estaban acostados, revisar el tratamiento
del desayuno (no negaré que algunas pastillas ya se entremezclaban en mi
cerebro) y cerrar la puerta principal. Para mi sorpresa y decepción, las dos
auxiliares que esperaba fueran mis cómplices esa noche se fueron a la segunda
planta sin avisarme, a comer pizza y a dormir por turnos. De modo que ahí
estaba yo, a las cuatro de la mañana media zombie frente al ordenador,
intentando escribir las novedades. Para el que nunca ha pernoctado de manera
“obligatoria” será exagerado, pero no lo es en absoluto. Les pongo en
situación:
Una
enfermera recién titulada, veinte añitos de idiotez, cuatro de la mañana, una
residencia de ancianos de tres plantas. La planta baja, en la que yo me
encuentro, totalmente oscura y vacía, repleta de puertas cerradas de las que no
tengo la menor idea de a donde llevan. Intento mantener los ojos abiertos
frente al ordenador, pero cuando me doy cuenta los tengo cerrados
inevitablemente. “Vale, voy a apoyar la cabeza en la mesa, solo cinco
minutitos”. No pasan ni dos y ya estoy despierta alterada, creyendo que se ha
hecho de día y tengo a la querida directora del centro frente a mí. “Bueno, un
paseo seguro que me ayuda”. Me calzo los zuecos y me abrocho la rebequita hasta
arriba, iniciando una excursión aterradora por pasillos oscuros y habitaciones
siniestras. El comedor fantasmal, con la cubertería preparada para el día siguiente,
la sala de rehabilitación con máquinas que chirrían sabe Dios por qué. A pesar
de mi madurez y razonamiento lógico, es curioso cómo la imaginación es tan
puñetera. Ya podría desbocarse cuando me siento frente al papel y no justo en
este momento. Lo cierto es que avanzo por la lúgubre residencia con la certeza
casi absoluta de que aparecerá en mitad del pasillo algún anciano terrorífico,
desorientado y arrancado de la realidad. Que sí, que suena exagerado y hasta
ofensivo, pero es que los viejitos adorables pueden parecer siniestros según el
momento y según las perlas que sueltan por la boca. El que haya trabajado en
una residencia me entenderá de sobra.
Vuelvo
a mi despacho casi corriendo para terminar lo comenzado. Bueno vale, y por si
algún fantasma (o casi, que alguno que otro ya está por pasar al otro lado) me
acecha. Creo estar tranquila cuando empieza la música. La melodía del
trasnochador. Si alguna vez te has visto obligado a estar despierto muchas
horas sabes de lo que te hablo. Una melodía nítida y continua que no puedes
dejar de escuchar, incluso cuando crees que ha parado. “¿Quién demonios se ha
despertado y ha puesto la radio?”. Me asomo a las habitaciones enfadada, con la
seguridad de que pronto se despertarán todos por semejante ruido. Silencio
absoluto. Escalofríos. Vuelvo a mi ordenador. De nuevo el estribillo
odioso...es imposible que sea la única que lo escucha. “Mierda, me estoy
volviendo loca”. Al final, el cansancio de la mente es tan poderoso que decido
darme por vencida y apoyar la cabeza en mis manos, tarareando la canción. Me
abandono al sopor y siento paz...hasta que aparece. Casi me mata de un infarto,
pero la auxiliar que se supone sería mi aliada de sonambulismo se ha dignado a
venir hasta el despacho para decirme de malas formas que comience ya con las
glucemias. Para mi sorpresa, veo por la ventana las primeras luces del alba. La
música ha cesado, “después de todo, conservo algo de cordura”.
He
sobrevivido a la primera de muchas noches de guardia como enfermera.