sábado, 11 de mayo de 2019

La primera noche


            La primera vez que trabajé de noche pensé que no sobreviviría. Recuerdo que dormí toda la tarde convencida de que así permanecería alerta muchas horas. Nada más lejos de la realidad. Qué razón tenía mi bisabuelo cuando decía “cuantas más horas duermes, más sueño tienes”.

            Hice lo más importante las primeras horas: repartir la medicación de la cena, asegurarme de que todos los pacientes estaban acostados, revisar el tratamiento del desayuno (no negaré que algunas pastillas ya se entremezclaban en mi cerebro) y cerrar la puerta principal. Para mi sorpresa y decepción, las dos auxiliares que esperaba fueran mis cómplices esa noche se fueron a la segunda planta sin avisarme, a comer pizza y a dormir por turnos. De modo que ahí estaba yo, a las cuatro de la mañana media zombie frente al ordenador, intentando escribir las novedades. Para el que nunca ha pernoctado de manera “obligatoria” será exagerado, pero no lo es en absoluto. Les pongo en situación:

            Una enfermera recién titulada, veinte añitos de idiotez, cuatro de la mañana, una residencia de ancianos de tres plantas. La planta baja, en la que yo me encuentro, totalmente oscura y vacía, repleta de puertas cerradas de las que no tengo la menor idea de a donde llevan. Intento mantener los ojos abiertos frente al ordenador, pero cuando me doy cuenta los tengo cerrados inevitablemente. “Vale, voy a apoyar la cabeza en la mesa, solo cinco minutitos”. No pasan ni dos y ya estoy despierta alterada, creyendo que se ha hecho de día y tengo a la querida directora del centro frente a mí. “Bueno, un paseo seguro que me ayuda”. Me calzo los zuecos y me abrocho la rebequita hasta arriba, iniciando una excursión aterradora por pasillos oscuros y habitaciones siniestras. El comedor fantasmal, con la cubertería preparada para el día siguiente, la sala de rehabilitación con máquinas que chirrían sabe Dios por qué. A pesar de mi madurez y razonamiento lógico, es curioso cómo la imaginación es tan puñetera. Ya podría desbocarse cuando me siento frente al papel y no justo en este momento. Lo cierto es que avanzo por la lúgubre residencia con la certeza casi absoluta de que aparecerá en mitad del pasillo algún anciano terrorífico, desorientado y arrancado de la realidad. Que sí, que suena exagerado y hasta ofensivo, pero es que los viejitos adorables pueden parecer siniestros según el momento y según las perlas que sueltan por la boca. El que haya trabajado en una residencia me entenderá de sobra.

            Vuelvo a mi despacho casi corriendo para terminar lo comenzado. Bueno vale, y por si algún fantasma (o casi, que alguno que otro ya está por pasar al otro lado) me acecha. Creo estar tranquila cuando empieza la música. La melodía del trasnochador. Si alguna vez te has visto obligado a estar despierto muchas horas sabes de lo que te hablo. Una melodía nítida y continua que no puedes dejar de escuchar, incluso cuando crees que ha parado. “¿Quién demonios se ha despertado y ha puesto la radio?”. Me asomo a las habitaciones enfadada, con la seguridad de que pronto se despertarán todos por semejante ruido. Silencio absoluto. Escalofríos. Vuelvo a mi ordenador. De nuevo el estribillo odioso...es imposible que sea la única que lo escucha. “Mierda, me estoy volviendo loca”. Al final, el cansancio de la mente es tan poderoso que decido darme por vencida y apoyar la cabeza en mis manos, tarareando la canción. Me abandono al sopor y siento paz...hasta que aparece. Casi me mata de un infarto, pero la auxiliar que se supone sería mi aliada de sonambulismo se ha dignado a venir hasta el despacho para decirme de malas formas que comience ya con las glucemias. Para mi sorpresa, veo por la ventana las primeras luces del alba. La música ha cesado, “después de todo, conservo algo de cordura”.

            He sobrevivido a la primera de muchas noches de guardia como enfermera.






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